Bajo la coraza de acero se esconde una gran mujer. Tan valiente como sensible. A Natalia Morskova (Rostov, Rusia, 1966), 184 centímetros de músculo, le ha costado horrores romper las cadenas que le impedían dejar las canchas. Mañana (19 horas) ofrece su última actuación. L’Eliana rinde homenaje a una de las mejores jugadoras de balonmano de todos los tiempos. Para algunos, como su entrenadora durante 13 años, Cristina Mayo, la indiscutible número uno.
Se marcha una leyenda. Porque Morskova, con independencia de si ha sido mejor o peor, ha marcado una época en el deporte valenciano. Pocos equipos han tenido el privilegio de disfrutar de un mito como Morskova, doble campeona mundial (Holanda en 1986 y Seúl en 1990) y bronce olímpico (Seúl’88 y Barcelona’92) con la selección rusa, y campeona de Europa y de la Recopa, al margen de diez Ligas y Copas de la Reina, con su club. Pero su palmarés, por vasto que sea, es incapaz de expresar su grandeza, mucho más apreciable en esos partidos en los que se tiró el equipo a las espaldas o esos otros en los que no se arrugó a pesar de estar literalmente coja.
Practicó siete deportes más
Todo empezó hace tiempo, en 1978, cuando una profesora cambió su vida. La maestra entró en una clase y reclutó a las más altas para jugar al balonmano, el deporte que acabaría cautivándole de la forma que anteriormente no lo consiguieron el ballet, la gimnasia rítmica, la natación, la esgrima ni el baloncesto. El balonmano, al que se ha dedicado en cuerpo y alma, le raptó el corazón. A pesar de las discusiones entre sus padres. Él, Gennadiy, deseaba que su hija practicara el balonmano. Ella, Valentina, se negaba.
La primera en salir airosa fue la madre. Al año Natalia cambió la cancha por el tartán. La velocidad y los saltos fueron su siguiente ocupación. Aunque más de un entrenador, viendo la potencia de sus brazos, intentó darle un peso para que hiciera carrera en esta disciplina. Pero no tuvieron suerte. “Yo veía el físico de las lanzadoras y lo último que quería era acabar como ellas. ¡Menudo cuellaco!”.
En eso, su madre, empecinada en tener una niña lo más femenina posible, en que jugara con una comba en lugar de una pelota, volvió a interceder para sacarla del atletismo. Y ahí apareció la figura paterna –“él es el que más me ha ayudado en hacerme jugadora de balonmano”– para reintroducirla en su deporte favorito. Esta vez ya para siempre. Fue su primer triunfo. A partir de ahí ya nunca dejó de obtenerlos. Porque Natalia Morskova es una ganadora compulsiva y una competidora enfermiza.
Tal era su “adicción”, como ella misma lo califica –“el deporte ha sido como una droga para mí”–, que no podía contener sus ganas de volver a jugar cuando la rehabilitación por una lesión no había concluido ni de lejos. Pero eso tiene su precio. El cuerpo tiene un límite. La lista de lesiones es interminable. Las ha tenido todas. Pero lo que más han sufrido han sido sus rodillas. Las tiene hechas papilla. Ocho veces se ha operado en estas dos articulaciones. El tiempo que robó en su día, adelantando una y otra vez su fecha de regreso, lo ha perdido ahora. “He sido muy imprudente, pero yo no pensaba en mí, sino en jugar ese partido importante y ganar ese otro. De eso no te das cuenta hasta que dejas de jugar”, explica la hispano-rusa, que se nacionalizó el 12 de marzo de 1998.
La vida de Natalia ha dado varios bandazos. El primero fue cuando aceptó el reto, y el dinero, que le brindó Cristina Mayo, su primera admiradora. La Unión Soviética acababa de abrir las puertas y los deportistas contemplaron la posibilidad de salir al extranjero. “Yo vine pensando en jugar aquí una temporada y volverme. Pero, ya ves, aquí estoy 14 años después”.
Es cierto. Sigue en Valencia, pero no sin haber superado más de una tentación de hacer las maletas y volver a su país. Porque Morskova está a gusto en España, pero no ha dejado nunca de ser y sentirse rusa, muy rusa. “Aunque todo el mundo me dice que no soy ni de aquí ni de allí”, explica Natalia atropelladamente. Porque la jugadora, con un acento ruso ya casi imperceptible, habla y habla sin parar. Y durante un buen rato lo hace de su melancolía, de volver a su Rostov natal, de rencontrarse con sus raíces.
Sus dudas
De momento se lo impide la otra Natalia, su hija, que en agosto cumplirá 18 años: “Cuando ella tenga la vida encauzada no descarto volver a Rusia. Aunque no lo tengo claro. Es una sensación extraña. Cuando estoy aquí me cuesta irme, llegó allí y estoy varios días confusa y al final me cuesta regresar”.
Esa añoranza le jugó una mala pasada en 2000. El destino la puso a prueba cuando El Osito alcanzó la final de la Recopa. El rival, un equipo de una ciudad, muy próxima a Rostov, donde viven sus tíos. Allí se reencontró con su gente, con los aficionados que la vieron jugar cuando era una adolescente. A ese cóctel de emociones se sumó una muy fuerte: el recuerdo de su hermana Irina, fallecida sólo unos meses antes con sólo 35 años, uno más que ella en aquel momento.
Todo eso aceleró su corazón y le llevó a anunciar su retirada. “Yo estaba pasándolo mal y entendí que era una oportunidad única, despedirme ganado un título en mis dos casas”. Pero esa vez, como en otras varias, dio marcha atrás. No era capaz de desengancharse.
Ahora sí. Ahora ya va en serio. Sólo había un problema. Natalia quería jugar el partido de homenaje en condiciones. Su carácter le impedía estar de decoración. Pero si estaba bien para jugar no estaba dispuesta a retirarse. Le iban a poder las ansias por intentarlo una temporada más. Pero no. Morskova ya tiene claro que ha llegado el momento de bajar el telón.
Se va la mejor jugadora del mundo, algo a lo que ha permanecido ajena toda su vida. “Nunca me ha importado lo que decía la gente o la prensa. Yo sólo quería entrenarme y jugar con el corazón. Disfrutar y ganar. Sólo quería salir satisfecha de los partidos, algo que no solía suceder. Nunca me lo he creído. Por eso siempre he querido más y más”.